El disparatado robo de la Piedra del Destino, clave en la coronación de los reyes de Inglaterra

La piedra de Scone, también conocida como la Piedra de la Coronación, situada en un compartimiento de la silla donde son coronados en los reyes en la Abadía de Westminster (Photo by Angelo Hornak/Corbis via Getty Images)

 

Para barretear una puerta, o ventana, de la Abadía de Westminster, para pretender entrar en ese templo de la cristiandad como un clandestino, para actuar en las sombras como un guerrero anónimo, para violar el silencio de los muertos que yacen en las tumbas de esa catedral que resume buena parte de la historia de Gran Bretaña y del mundo, y todo para robar una piedra que pesa 150 kilos, hay que estar un poco pirado, o haber ingerido alcohol en proporciones desaconsejables, o alguna otra sustancia euforizante proclive a la exaltación de los sentidos y a los arrebatos. Eso, o ser un nacionalista escocés.

Por infobae.com





Ian Hamilton era un nacionalista escocés. La noche de Navidad de 1950, cuando tenía 25 años y era un aventajado estudiante de leyes en la Universidad de Glasgow, forzó una puerta de la Abadía, facilitó después el ingreso a otros tres cómplices, o jóvenes alocados para no herir susceptibilidades, y entre todos se alzaron con una piedra rectangular, no más alta ni ancha que uno de esos valijines con ruedas que permiten ingresar en los aviones y que caben en el compartimento portamantas, que jamás portan mantas, dicho sea de paso.

La piedra no era una piedra cualquiera, ni los asaltantes querían llevarse un botín millonario. Era la “Piedra de Scone”, así se la conoce, o, también, “La piedra del Destino”, que da ya una idea aproximada de su importancia. Por lo demás, era una piedra poco agradecida: era de arenisca. La arenisca es una roca sedimentaria, de color variable, compuesta de fragmentos de rocas y minerales prexistentes a su formación, que se han consolidado en mayor o menor grado, según los libros. En buen romance, no es una piedra que cimente cordilleras, sino una de esas del tipo miráme y no me toques demasiado. Pese a todo, se usa en la construcción.

Hay que hablar de esa piedra antes de los nacionalistas escoceses que se la robaron, porque su larga vida e historia tienen hoy importancia vital: sentado en una silla de madera colocada sobre esa piedra, será coronado el año que viene Charles III, tal como en 1952 fue coronada su madre, Isabel II, que murió el pasado septiembre. Sin piedra, no hay coronación. Sin coronación, no hay rey.

La Piedra de Scone tiene una historia que se remonta al Génesis, el primer libro de la Torá judía y del Antiguo Testamento de la Biblia cristiana. Cuentan esas páginas fundacionales que el patriarca Jacob, hombre de vida dura, apoyó en esa piedra su cabeza cuando soñó que nosotros, los mortales, subíamos al cielo, los que se lo hubieran ganado, por una gran escalera que pasó a la historia como “La escalera de Jacob”. Patriarca y piedra también son fundacionales porque Jacob cargó la piedra, la hizo cargar porque era pesada, durante el éxodo judío y antes de que Moisés abriera las aguas del Mar Rojo para facilitar la huida hacia la tierra prometida.

También dice la leyenda que la roca arenisca le fue robada a Moisés en plena batalla contra las tropas del faraón y que luego fue llevada a Escocia, que acaso no existía, por la hija de un faraón llamada Scota, o Scot, fundadora epónima de escoceses y galos, según descubrió o decretó, en 1302, Baldred Bisset, para sostener la legitimidad de un escocés por sobre un inglés en la sucesión del trono de aquellas tierras.

Lo que tienen las leyendas es eso: o las creemos, o no. Hay una tercera opción que es respetarlas, que tampoco está mal. De modo que la piedra de 150 kilos, pasados los siglos, se convirtió en la basal de Escocia y fue usada en las coronaciones de sus reyes. En 1296, antes de que Bisset descubriera o decretara el valor de la Piedra de Scone, que se llama así porque fue atesorada en la Abadía de Scone que ya no existe, el rey Eduardo I de Inglaterra entró a saco en esa abadía y se robó la piedra: con métodos distintos a los de Bisset, Eduardo quería imponer a un sucesor inglés por sobre uno escocés, además de despojar a Escocia de uno de sus símbolos de identidad.

La Piedra de Scone fue a parar a la Abadía de Westminster y el rey hizo construir una silla de madera, hace ya 726 años, que colocó sobre la piedra. La silla se conoce hoy como “Silla de San Eduardo” o “Silla de la coronación”, porque todos los reyes ingleses fueron coronados sentados sobre ambas: silla y piedra. En 1328, los británicos prometieron devolverla, pero nada: todo quedó en promesa y aquel pedazo de arenisca fue emblema de la resistencia escocesa y de sus deseos de independencia. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los bombardeos alemanes a Londres, la enterraron bajo la Abadía. Dice la leyenda, esta moderna, que enviaron un mapa con el sitio exacto del enterramiento al primer ministro de Canadá, por si Londres desaparecía bajo la furia nazi.

Para cuando terminó la guerra, había nacido en Escocia la Scottish Covenant Association, entidad briosa y con anhelos de independencia. A ella se afilió Ian Hamilton, que es nuestro héroe con pinzas de esta historia. Hamilton fue un militante activo y dispuesto a la acción. Dedujo, antes de que naciera el marketing, que un gesto ampuloso, una acción que sacudiera los espíritus sería más útil que las abundantes teorías y propuestas sobre independencia. Propuso entonces robar la Piedra de Scone de la Abadía de Westminster y devolverla a Escocia.

Como era un muchacho meticuloso y muy buen estudiante, leyó cuanto libro halló en la en las bibliotecas de Glasgow sobre Westminster: historia, arquitectura, curiosidades, todo servía. Fue con sus planes a ver a John MacCormick, fundador de la entidad nacionalista, a quien le pareció muy bien el plan y decidió correr con los gastos: cincuenta libras de 1950. MacCormick hizo algo más: puso en contacto a Hamilton con la joven Kay Matheson y luego con Gavin Vernon y con Alan Stuart, el cuarteto del gran golpe.

Hamilton creía que la fecha ideal para tomar por asalto la Abadía de Westminster, por lo que fuera, era la de la Navidad, cuando el invierno pega durísimo en la isla. Eran chicos decididos y valientes que encararon el viaje en dos autos Ford Anglia, sin calefacción, GPS y esas tonterías. Llegaron congelados después de veinte horas de carretera curtida. Era 24 de diciembre y pasaron a la acción de inmediato. El plan de Hamilton era sencillo e impecable: los dos adjetivos suelen no coincidir en un resultado. Hamilton, que lo tenía todo estudiado, iba a entrar en la Abadía antes de la hora de cierre, esperaría a que los visitantes se marcharan después de las misas tradicionales de la Nochebuena, oculto en la Capilla del Confesor y luego, avanzada la madrugada y con total seguridad, abriría las puertas de la catedral vacía a sus cómplices. Lo tenía todo estudiado.

Por supuesto, falló todo. En la madrugada del 25 fue descubierto por uno de los guardias de seguridad que, al parecer, era muy amable sobre todo en esa fecha en que todo se perdona. Hamilton dijo que se había quedado dormido en el confesionario, al guardia le pareció, o quiso creer, que el muchacho estaba un poco borracho. Así que lo acompañó hasta la puerta, le deseó feliz Navidad y lo dejó ir. Hizo algo más: le dio unas monedas para que encarara la jornada que estaba por empezar. Luego, Hamilton diría que de lo único que se arrepentía de su viaje a Londres era el haber aceptado dinero de aquel guardia. Un chico de acción.

Los cuatro lo intentaron de nuevo en la noche del 25 al 26. Finalmente, a las cuatro de la mañana, estacionaron los dos Ford Anglia en el camino trasero de la Abadía. Habían descubierto que una de las puertas laterales, conocida como la de Poet’s Corner, era vulnerable: los bombardeos alemanes la habían dañado y el roble antiguo había sido reemplazado por el simple pino.

Mientras Kay Matheson, la única muchacha del grupo esperaba en uno de los autos, sus tres compañeros de andanzas, Ian, Gavin y Alan, se acercaron a la puerta, la barretearon y la forzaron. “El ruido debe haberse escuchado en el otro lado de Londres”, recordaría meses después Kay. El grupo entró en Westminster, agitado y febril, decididos todos a sacar la Piedra de Scone de su cavidad, debajo de la Silla de Eduardo, o Silla de la Coronación.

La piedra lucía en la parte superior dos argollas y una cadena: no había andado por el mundo desde los tiempos de la Biblia, ni había pasado por Egipto, ni había atravesado tierras vastas y robos descarados sin esos elementos esenciales para cargarla. Los tres jóvenes escoceses siguieron el ejemplo histórico: desatascaron la piedra tomándola por las argollas y la cadena y la colocaron en el piso, sobre el abrigo de Hamilton, que iba a ser usado para arrastrarla por el encerado mosaico de la Abadía.

Siempre que un plan perfecto falla, empieza una comedia o tragedia de enredos que nunca se sabe cómo termina. Dos de los complotados tomaron, las mangas del abrigo de Ian, y Ian agarró el bloque por la cadena que unía a las dos argollas de hierro. Ahora sí: a la una, a las dos y a las tres. Y la piedra se partió, frágil y delicada como era, tal vez desgastada por tanto ajetreo por la historia.

El símbolo de la esencia escocesa, la piedra del alma, de la libertad, de la historia y del futuro, se había roto en dos partes. En estado de shock, Hamilton abrazó como pudo el fragmento más chico, que pesaba cerca de noventa kilos, y corrió, o se deslizó, o caminó a tropezones hasta la salida de la puerta que había forzado, como si cargara una pelota de rugby. Así lo vio Kay salir a todo trapo de la sacra Abadía. Kay vio otra cosa también: un policía se había aventurado por el camino trasero de la catedral: “Me di cuenta de que si Ian cruzaba hacia el auto con la piedra, lo iban a descubrir”, contaría más tarde. Así que acerqué el auto lo más que pude hasta que Ian puso la piedra en el asiento trasero y le colocó una manta encima”.

Suena fácil, pero no lo fue. El policía que había visto el auto con una mujer a bordo, ahora acompañada por un hombre, sospechó, o fue curioso. Se acercó y preguntó, buenas noches, qué hacían allí, a esas horas y en ese día tan especial. Ian y Kay ya estaban fundidos en un abrazo, como si hubiera un romance entre ellos, tal vez lo hubo, pero no es información confirmada, sólo intuición. Dijeron al policía que acababan de llegar de Escocia, lo que era casi cierto, y no podían encontrar hotel, que era una gran mentira. El policía les creyó y les pidió que se marcharan de Westminster.

O la legendaria policía londinense era tonta de capirote en los años 50, o no lo era y por entonces sonaba improbable un golpe furtivo, de tipo guerrillero como el que acababan de dar los complotados escoceses. Ian y Kay arrancaron el auto sin que el amable policía notara, o le llamara la atención, el bulto que tapaba la manta en el asiento trasero. Entonces sucedieron tres cosas. La primera: los dos falsos enamorados hicieron unos ocho o mil metros en el Ford. La segunda: Ian bajó del auto para regresar a la Abadía por el otro bloque de piedra y Kay siguió para esconder la parte del botín envuelta en la manta. La tercera: en el interior de Westminster, Gavin y Alan pensaron que sus compinches se habían ido, lo que era cierto, y los habían abandonado, que no era verdad. Dejaron la Abadía sin el bloque de la piedra que faltaba robar y se marcharon a pie, porque las llaves del segundo Ford la tenía Ian. No era verdad: Ian las había perdido. Habían caído de su abrigo, usado para arrastrar el primero de los bloques de piedra partida. Ian entró de nuevo en Westminster, ahora vacía, oscura y silenciosa, para buscar al tanteo las llaves perdidas. Tuvo suerte, las pisó cerca de la puerta de entrada de la Abadía.

Como pudo, y muy a duras penas, logró cargar la piedra y meterla en el baúl del segundo de los Ford Anglia. Después se marchó tan campante mientras alboreaba el nuevo día. La suerte le besó la frente otra vez: encontró a Gavin y a Alan deambulando cerca de Old Kent Road: parecían perdidos. Lo estaban. La pandilla enterró la parte más grande de la piedra robada en un campo abierto cerca de Rochester, Kent. Kay había dejado la otra porción de arenisca en la casa de un amigo: descansaba ahora en un garaje de Birmingham.

Según se vea, todo había sido un éxito.

Las autoridades suelen no ver con buenos ojos este tipo de éxitos y lanzaron una gigantesca operación de búsqueda de la Piedra de Scone. El robo era, además, una mojada de orejas a su Majestad, el rey Jorge VI. Scotland Yard, con todo su prestigio detrás, se encargó de la investigación; primero, por primera vez en cuatrocientos años, ordenó el cierre de las fronteras entre Inglaterra y Escocia; segundo, envió a Escocia a un equipo de sus mejores muchachos porque sospecharon, no era difícil hacerlo, de algún movimiento escocés pro independencia o, en todo caso, vinculado al nacionalismo,

Ian Hamilton pensó entonces, y lo dijo luego, que había que dejar la piedra enterrada en Kent hasta que todo se calmara. Pero nada se calmó y Hamilton temió entonces que las condiciones de congelación del terreno que cobijaba a la Piedra de Scone, la afectaran, la convirtieran en escombros. Así que en una nueva muestra de coraje, acaso de insania, la víspera del año nuevo de 1951, junto a Alan Stuart y dos nuevos socios de aventura, partió a recuperar el fragmento mayor de la emblemática roca.

Cuando llegaron a Rochester encontraron que en el sitio donde habían enterrado la piedra se había instalado un camping de turistas. No solo los convencieron de que se trataba de un objeto de estudio, sino que lograron que los ayudaran a llevarla hasta el auto con el que regresaron a Escocia. La entregaron a otros miembros de la Scottish Covenant Association, que la ocultaron primero bajo el piso de madera de una fábrica en Bonnybridge y luego cerca de la Abadía de Cambuskenneth, en Stirling. Después rescataron la parte más pequeña, que estaba en Birmingham y lograron que un albañil uniera finalmente las dos partes con el uso de clavijas de tubo de cobre. Recauchutada, la piedra volvía a ser ella.

Después de un par de meses, para febrero o marzo de 1951, la Scottish Covenant Association decidió que debía devolver la piedra: no sólo era pesada, quemaba en las manos de los conspiradores. El robo había cumplido su misión de publicitar la causa escocesa por su autonomía. En Gran Bretaña no se hablaba de otra cosa y en buena parte del mundo Escocia ocupaba un lugar en las noticias. Así que las autoridades de la entidad cargaron la piedra hasta las ruinas de la Abadía de Arbroath, donde se había hecho una declaración de la independencia de Escocia en 1320. Tal vez, la entidad pensó que la iglesia escocesa podía proteger ese trozo de roca sagrada de la ambición de los ingleses. No fue así. La policía la encontró en el altar mayor de la abadía, envuelta en una bandera de Escocia. Inglaterra la reclamó de inmediato y fue devuelta el 11 de abril de 1951 y de nuevo colocada en su sitiobajo la Silla de la Coronación del rey Eduardo, en la Abadía de Westminster.

Hamilton se sintió aliviado. Se había sacado de encima una carga pesada justo cuando, pensaba, la policía estaba sobre su pista. Más que eso: estaban por cazarlo como a un conejo. Los investigadores de Scotland Yard en Escocia interrogaron a mucha gente, pero un par de ellos, pura rutina, se dedicó a revisar el flujo de libros de las principales bibliotecas de Glasgow, en especial, en la Biblioteca Mitchell. Allí encontraron una serie de consultas, todas en los últimos meses, relacionadas con la historia, arquitectura, construcción, curiosidades y demás yerbas de la Abadía de Westminster y de la Piedra de Scone. Todas, y eran muchas, habían sido hechas por una sola persona, un tal Ian Hamilton, estudiante de leyes.

Scotland Yard apresó a los cuatro invasores de Westminster, que no fueron juzgados, tal vez reprendidos pero nada más. Privaron dos razones políticas de importancia: Inglaterra temió que un juicio, que iba a tener un costado escandaloso, provocara el aumento del nacionalismo escocés. Por otro lado, hubiese sido muy difícil defender, justificar, probar, documentar, al menos acreditar la propiedad inglesa de la Piedra de Scone, que había sido robada por el rey Eduardo siete siglos antes.

Los cuatro complotados, Ian Hamilton. Kate Matheson, Gavin Vernon y Alan Stuart terminaron sus estudios y, cuenta la leyenda, no volvieron a verse nunca más. Hamilton se convirtió en un brillante abogado penalista, exitoso y de gran capacidad, tal como era cuando estudiante y, además, en una leyenda del movimiento independentista de Escocia.

Dos años más tarde del robo y la devolución, en junio de 1953, silla y piedra presidieron la coronación de Isabel II, que murió el pasado 8 de septiembre después de setenta años de reinado. Como la coronación fue televisada, silla y piedra tuvieron sus quince segundos de fama histórica. Y cuarenta años después, en julio de 1996, la Reina Isabel II y el entonces primer ministro John Major, acordaron, por fin, devolver a Escocia la Piedra de Scone. Fue una fiesta. El recauchutado bloque de arenisca viajó honrado por el ejército británico hasta la frontera con Escocia, y luego por los escoceses, hasta el castillo de Edimburgo, donde descansa y es objeto de culto por el turismo. La puso en mano de los escoceses el hijo de la reina, el controvertido príncipe Andrés, duque de York. Y ahí quedó.

Para el sábado 6 de mayo de 2023, la famosa Piedra habrá hecho, una vez más aunque en mejores condiciones, el trayecto Palacio de Edimburgo-Abadía de Westminster. Ese día está fijado como el de la ceremonia de coronación de Charles III, el hombre que más años esperó ceñir una corona, que estará a punto de cumplir setenta y cuatro años. Será colocada, como manda la tradición, bajo la silla de madera del rey Eduardo sobre la que estará sentado Charles. Terminada la ceremonia, es de esperar que Inglaterra la devuelva a Escocia. Nada hace pensar que sucederá lo contrario.

Será imposible saber qué pensaría Ian Hamilton, el chico que reveló que aquel 26 de diciembre de 1950, al alzar el bloque más chico de la piedra partida, en medio de la oscuridad y el silencio de la Abadía de Westminster y antes de correr hacia afuera para robarla, pensó: “Sostenía en mis manos el alma de Escocia”.

Hamilton murió hace casi tres meses, el 3 de octubre pasado, a los 97 años. Y bien orgulloso de haber armado la que armó.