Ibsen Martínez: Gente de posibles

Ibsen Martínez: Gente de posibles

Ibsen Martínez @IBSENMARTINEZ

“La vergüenza pasa; la manteca queda en casa”, dice un refrán castellano.

De las expresiones del español de que se sirven escritores de liga grande como Emilia Pardo Bazán y su boyfriend, Benito Pérez Galdós, hay una que durante años creí, equivocadamente, que estuvo en uso exclusivamente en la Península madre: “Gente de posibles”.

La verdad, ahora que escribo sobre ello, dudo si en verdad esté ya en desuso porque autores muy contemporáneos de este lado del mar también han recurrido a ella, y al punto recuerdo al gran Antonio Caballero que tan dolorosamente acaba de dejarnos. La he leído, por ejemplo, en su ejemplar Colombia y sus oligarquías.





Un recuerdo arrastra otro y justo ahora me parece estar viendo al padre Pedro Pablo Barnola, S.J., inolvidable filólogo caraqueño, decir de una familia de conocidos suyos que era gente de posibles. La gente de posibles cultiva y patrocina las bellas artes y practica la filantropía sin alarde.

Decir de alguien que es gente de posibles es, en oposición a la zafiedad que implica “a Fulano no lo cuelgan por menos de 1.500 millones de dólares”, me parece no solo discreto sino, además, auspiciador de virtudes morales porque pone sutilmente el acento en lo que el dinero podría ofrecer a quien, además de plata, debería tener también imaginación y templanza y grandeza para gastarla. Aunque quizá solo porque me gusta usarla encuentro en esa frase tan castiza sentidos que en realidad no encierra.

El español hablado en Venezuela ofrece un giro socarrón para hablar de la riqueza ajena y es “estar cómodo”.

Estar cómodo entraña no solamente holgura sino algunas otras condiciones del sujeto: estar cómodo remite a la condición del supermalandro de cuello blanco que “lo supo hacer” y está ya estratoféricamente fuera del alcance de la justicia.

Sam Spade, el detective creado por Dashiell Hammet, hablando con urgencia del homicidio que se le imputa en el curso de una de sus novelas, pregunta a un abogado penalista cuánto podrá costarle estar “en el lado seguro de todo este asunto”. En Venezuela, pues, estar cómodo es sentirse en el lado seguro. Las revelaciones que traerán el despliegue de la iniciativa Papeles de Pandora en América Latina debería inquietar mucho a la gente cómoda del continente.

Los analistas ya destacan, en efecto, el paisaje de extrema desigualdad y pobreza que emerge de la pandemia como de una niebla cognitiva y auguran tormentas de indignación pública. Las revelaciones tienen tal cariz arropador —hay en su lista cómodos de izquierda jurásica tanto como cómodos fundamentalistas del mercado y cómodos vociferantes de la renta básica universal— que podría pensarse que se avecina un cataclismo político en América Latina.

Sin que merme mi admiración personal por los arrojados periodistas latinoamericanos del consorcio ICIJ, vivir en este continente envenenado autoriza a imaginar que, al alejarse el turbión, nada cambiará. “La vergüenza pasa; la manteca queda en casa” dice un refrán castellano.

Los cómodos de la región aprueban reformas tributarias gravosas solo-para-pendejos al tiempo que esconden sus caudales para evadir impuestos. De proponérselo, pueden ser electos y hasta reelectos. Los cómodos trasiegan digitalmente babilónicos capitales de Caracas a Andorra a Madrid a Miami a Hong Kong a Seychelles a Belice a Islas Caimán y de vuelta a Caracas pero nunca son verosímilmente extraditables a ninguna parte. Los cómodos se las apañan siempre para terminar pasando por gente de posibles.

Leyendo los partes de los Papeles de Pandora no siento, la verdad, demasiada indignación. Más bien me confieso impíamente envidioso porque mi categoría financiera, tributariamente hablando, es la de quien, para usar otro giro venezolano, no tiene un clavo pa’ amarrar un gallo como el del coronel de Gabo. ¿Qué haría yo con un décimo, una milésima siquiera, de lo que guardan en Belice o las islas Caimán uno de esos desabridos cómodos presidentes latinoamericanos en funciones?

Me buscaría un lugarcito en Guanacaste, en Costa Rica, por ejemplo; allí he sido muy feliz. Un caney en Junquillal, junto al mar, me compraría. Con “poca hacienda y memoria ninguna” viviría, tal como lo figura Gil de Biedma en su poema De Vita Beata: “No pagar cuentas y vivir como noble arruinado entre las ruinas de mi inteligencia”.


Este artículo fue publicado originalmente en El País (España) el 4 de octubre de 2021