¿Por qué no reaccionamos? por Gustavo Tovar-Arroyo @tovarr

¿Por qué no reaccionamos? por Gustavo Tovar-Arroyo @tovarr

La primera calamidad: el golpe al poder

Hemos sufrido todo y de todo, desde el 4 de febrero de 1992 hasta la fecha –una tras otra– hemos padecido todas las calamidades apocalípticas de las cuales nación alguna pueda tener memoria. Desde que asomó su rostro Hugo Chávez, disparando a mansalva contra venezolanos inocentes en el sigilo de la madrugada, asesinado a varios centenares de ellos, y cuyo horrendo crimen quedó impune, sin cargos penales ni responsabilidades de ningún tipo, ya que –otra calamidad– el presidente Rafael Caldera, para su eterna vergüenza histórica, le perdonó la toda la sangre derramada. Chávez, el asesino, quedó libre. 

Desde aquel tiempo no ha cesado nuestro lamentable y tristísimo naufragio histórico.





No ha cesado.

La segunda calamidad: la llegada al poder

Después de la irresponsable y criminal liberación del asesino en serie Hugo Chávez por parte –lo repetiré– de Caldera (y sí, lo repetiré y repetiré hasta el fin de los días, como debe ser), y su posterior llegada a la presidencia tiránica por el voto popular, en lo que significó un balazo suicida en la cien nacional, cuya sangre riega la era y moja nuestra memoria de dolor y lágrima, comenzaron los ataques verbales del incipiente tiranuelo, que aspiraba ametrallar nuestra moral y doblegar nuestra fraternidad con su funesto resentimiento y su embriagante odio. Sus palabras eran balas y la humanidad venezolana fue acribillada. 

No hubo sector social, político, económico o cultural que no haya sido baleado.

Sólo se salvaron los criminales chavistas.

La tercera calamidad: el ejercicio del poder

Desde el poder, como era previsible, el sobreseído –por Caldera– Chávez, expropió, confiscó, asaltó, robó a mano armada con sus maleantes colectivos y militares, invadió tierras, hurtó ganado, corrompió todo a su paso, robó bancos, despojó medios, persiguió, encarceló, torturó y asesinó a la disidencia política, incendió venezolanos, los masacró en las calles, los sodomizó –con una maldita sonrisa en la jeta– mientras aullaban de pavor en los campos de concentración que crearon y eufemísticamente llaman cárceles. Devaluó la moneda, rompió records de inflación, encareció la vida, bajó el salario mínimo a menos de un dólar mensual, malandreó –por diseño– la vida social del país, los malandros, los secuestradores, los asesinos ocuparon –y ocupan– el poder, desde él disparan, enferman, hambrean al pueblo de Bolívar. Se roban el oro, los dólares, el tesoro nacional. Se roban todo y lo poco que resta se lo dan traidoramente a los cubanos.

Confiscados, devaluados, presos, torturados, enfermos y hambreados, los venezolanos subsisten.

En Venezuela sólo “viven” los ricos.

La cuarta calamidad: la sucesión del poder

Como si todo lo anterior fuera poca calamidad, muere –se pudre– Hugo Chávez y deja a su compañero íntimo de oscuridad y consuelo, Nicolás Maduro, como tirano sucesor. Viola la Constitución y todas las leyes para asumir el poder, se roban elecciones presidenciales y comienza la riada final del apocalipsis. Dispuestos a que no quede piedra sobre piedra, el discreto secreto íntimo del muerto (Nicolás), que no tiene la más remota idea de nada, quien es uno de los más patéticos personajes de la historia desde el homo erectus, entrega todo el poder a carteles, terroristas, psiquiatras, guerrilleros y narcotraficantes, mientras él se dedica a bailar, comer y ver series de televisión. 

Hundidos en el caos, entre incendios, explosiones, sin agua, luz, comida o medicina, además nos quedamos sin gasolina.

Sí, ¡sin gasolina!

La quinta calamidad: la peste es el poder

Dios, aún arrecho con nosotros por la mariquera de endilgarle a su “tiempo perfecto” la salvación de Venezuela, luego de que había matado al tirano y derrotado a su sucesor en las elecciones presidenciales, completamente furioso por nuestra desidia, nos mandó el virus chino. Y ahí sí, lo poco que quedaba se desvaneció. ¿Faltarán calamidades? ¿Seguiremos resistiendo impávidamente? Si esto fuera un juego de hambre (venezolano), donde matándonos –¿comiéndonos?– unos a otros habríamos de “sobrevivir” mientras el tirano y su psiquiatra ríen con sarcasmo observando el reality show macabro de nuestra tragedia, se entendería nuestra indiferencia ante al holocausto.

Pero no es un show, es una calamidad real de dimensiones apocalípticas.

¿Por qué carajo no reaccionamos?