Los yukpa vivieron un año en Cúcuta y apenas nos enteramos

Los yukpa vivieron un año en Cúcuta y apenas nos enteramos

Los primeros yukpa llegaron a Colombia en junio del 2017 y después de varios meses de divagar por las calles de Cúcuta se asentaron en el barrio El Escobal, ubicado junto al paso fronterizo Francisco de Paula Santander.

 

Este es otro reportaje de la serie “Cúcuta: Salida de emergencia” que cuenta a través de siete historias de migración, cómo la crisis sociopolítica de Venezuela le está cambiando la vida a millones de personas, publicados en el portal DeJusticia.

 





Para encontrar a los indígenas venezolanos yukpa en Cúcuta, hay que ir al puente Francisco de Paula Santander que une a Colombia y Venezuela: el segundo paso fronterizo entre los dos países (el primero es el Simón Bolívar); la entrada menos custodiada por las autoridades y menos contada por los medios de comunicación; el lugar por donde pasa el contrabando a plena luz del día y frente a los ojos de las autoridades; el escenario de enfrentamientos nocturnos entre bandas criminales que quieren controlar las rutas del contrabando; el sitio donde a veces, solo a veces, se preocupan por sellar el pasaporte.

En la margen derecha, justo debajo del puente, está el primer grupo de yukpa. Hay que ir con cuidado: son buscapleitos, tiraflechas, contrabandistas. O al menos eso dicen la policía y los titulares de prensa: “Indígenas Yukpa agredieron con piedras a funcionarios en puente fronterizo”, “Nuevos enfrentamientos entre Yukpa y autoridades”. Los otros dos grupos están al lado izquierdo del puente. Para llegar a ellos, hay que caminar por la calle paralela al río Táchira, pasar una cancha de fútbol, seguir hasta encontrar unos arbustos y atravesar ese matorral. Ahí están. Con ellos no hay de qué preocuparse: son muy pacíficos. Eso sí: hay que pedirle autorización a los caciques para entrar. En total, son unos 300 indígenas.

La historia de los yukpa es casi tan invisible para el país como la del Francisco de Paula Santander: el puente por donde entraron los indígenas a Colombia en junio del 2017, huyendo del hambre y las enfermedades en su territorio (la serranía del Perijá, estado de Zulia), y donde se quedaron a vivir. Los yukpa llevan un año aquí y no sabemos casi nada de ellos. No sólo porque están yendo y viniendo de su territorio, o porque no tienen líderes absolutos que sean sus voceros, sino porque su relación con el Estado colombiano ha sido a estrujones. No confían en casi nadie.

Los bajos del puente Francisco de Paula Santander, el segundo paso fronterizo entre Colombia y Venezuela, se convirtieron en la morada de un grupo de indígenas yukpa, que aprovechaban este sitio estratégico para pasar mercancía entre los dos países.

 

De los yukpa, sabemos que están viviendo en condiciones indignas en la intemperie y que este año han muerto dos de sus niños por desnutrición. Sabemos que han denunciado la desaparición de varios de sus miembros, y que se sienten amenazados por los criminales que se mueven por el puente. Sabemos que están empeñados en quedarse en Cúcuta porque en Venezuela comprar arroz se volvió un lujo y aquí, desde que llegaron, al menos no les ha faltado su arrocito. Sabemos que le están pidiendo al Estado colombiano ser atendidos como ciudadanos de este país, porque vienen de un territorio que comparten con Colombia y eso, sostienen, los convierte en “indígenas binacionales”. Sobre su origen y su cultura y su cosmovisión, no sabemos nada. Por eso estamos acá.

Aunque la Policía realizó algunas jornadas de salud y recreación con los indígenas yukpa, ellos siempre aseguraron que se sintieron ignorados por el Estado colombiano.

 

Es martes 8 de mayo y estamos frente al puente Francisco de Paula Santander. Nos subimos al puente, caminamos por la margen derecha, nos detenemos en la mitad del trayecto y miramos hacia abajo. Vemos los cambuches de palos y plásticos en los que vive el primer grupo de yukpa del que nos hablaron; vemos niños desnudos, o con la ropa sucia y a medio poner, acostados sobre cajas de cartón; vemos indígenas con bultos en la espalda, cruzando las aguas sucias y malolientes del río Táchira, para esquivar los puestos de las autoridades fronterizas. Le preguntamos a un policía por los yukpa asentados debajo del puente y nos responde que son unos revoltosos y que se ponen más agresivos, aún, cuando los detienen con contrabando, pero que qué más puede hacer la policía si su misión es mantener la seguridad y el orden.

Nos devolvemos, nos bajamos del puente y pensamos unos segundos qué hacer. Decidimos coger el camino de la izquierda y buscar a los dos grupos de yukpa que están asentados detrás de los matorrales. Cuando ya estamos muy cerca vemos a una mujer indígena junto a varios niños. Les sonreímos. Les decimos que estamos buscando a Henry o a Samuel, sus caciques. La mujer nos hace una señal para que la sigamos y empieza a caminar. Atravesamos los arbustos y llegamos a su pequeña comunidad, también construida con palos de madera y reciclaje.

Nos reciben otras mujeres, les preguntamos por los caciques y nos llevan de la mano hasta un rancho. Nos piden que esperemos. Mientras tanto, más mujeres y niños nos rodean; la mayoría de los pequeños tienen ronchas en la piel, las barrigas infladas de parásitos y el pelo descolorido. Después de unos segundos llega el cacique Samuel Romero, con un sombrero de paja y una banda amarilla, azul y roja, y estrellas blancas, atravesada en el pecho. Él se sienta en una silla y el resto nos acomodamos en el suelo, rodeándolo. Les contamos lo que estamos haciendo y les pedimos autorización para estar allí. Aunque muchos no entienden ni una palabra de español, todos nos escuchan atentos. Samuel nos da su aprobación.

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