Gonzalo Himiob Santomé: Oxímoron de la certeza

Gonzalo Himiob Santomé: Oxímoron de la certeza

Los frenos de mi carro desde hacía algunos días habían comenzado a chirriar con punzante y tenaz perseverancia. Fue el miércoles pasado, cuando me di cuenta de que la disonante cantinela mecánica ya atribulaba hasta a los anónimos y malhumorados contertulios que me acompañan codo a codo y regularmente en las ya de regreso e interminables colas caraqueñas, que decidí ir al día siguiente a repararlos.

Ya me había topado con el desabastecimiento en los automercados y abastos, en los que puedes encontrar desde trufas hasta costosas bebidas espirituosas, más no harina, lavaplatos, azúcar u otros bienes parecidos, pero como tenía tiempo sin acudir a un taller mecánico, no había sentido el mismo fenómeno en lo que a repuestos de vehículos se trata.

En fin, ese día me levanté temprano cual es mi costumbre, y después de los primeros ritos del día, salí hecho de confiada ingenuidad a hacerle los frenos a mi carro, pensando que la cosa resultaría fácil, un poco aburrida por la espera que seguramente supondría, pero fácil al fin. Sin embargo la odisea comenzó en el primer taller especializado en frenos, en el que luego de hacerme perder al menos veinte minutos preparándome un presupuesto, y revisando lo que supuestamente sería necesario hacerle a mi vehículo, me invitaron a pasar por ahí, si podía, en más o menos una semana porque pastillas para frenos, algo que se supone es de alta rotación, no tenían.





Sin preocuparme mucho, al menos en ese momento, salí del local y manejé hasta un poco más adelante, lugar en el que otro taller también anunciaba que se reparaban los frenos. Ahí la cosa aunque más rápida, fue menos educada y más directa. No había terminado de bajarme del carro para solicitar el servicio, cuando un sujeto con cara de que necesitaba desesperadamente su primer café de la mañana, sin siquiera darme los buenos días me espetó que si lo que quería era hacerle los frenos al carro que me olvidara de ello, porque los repuestos necesarios no los tenían en depósito. Me imagino que le alertó de mis intenciones el ruido que hacía “el sensor” (me enteré después de que eso existe) contra los discos de los frenos. El chirrido por cierto, se había hecho esa mañana mucho más angustiante y vehemente, como si se hubiesen puesto de acuerdo la falta de repuestos y mi necesidad de ellos para amargarme el día. Estaba comenzando a preocuparme en serio.

Sin embargo un poco más allá, en otro local destinado a prestar los mismos servicios, bajó a mí la luz (así se sienten estas cosas cuando se está en esos trances) en las palabras del encargado, que me dijo que en efecto podría solucionar mi problema, pero que debía esperar que “negociara” con otro taller que estaba a unas pocas cuadras, porque su computadora le indicaba que en sus depósitos sólo tenía las pastillas para un disco de adelante y uno de atrás, mientras que las otras seguramente las tendría el otro taller “amigo” con el que podía comunicarse. El hombre entonces levantó el teléfono e hizo una llamada, para después asegurarme que podía estar tranquilo ya que había solucionado el problema.

Al cabo de media hora de espera llegó al taller un mensajero con las anheladas pastillas faltantes, pero lo que ocurrió después me sorprendió. El caballero tenía la instrucción de dejarlas allí pero siempre y cuando, en una operación de trueque un tanto dudosa, le dieran a cambio no dinero, el que yo iba a tener que pagar, sino unos repuestos que el otro taller necesitaba para un cliente que seguro estaba en una situación similar a la mía. La cosa no era sencilla, porque aunque no puedo recordar qué era eso “otro” que el taller que había venido en mi auxilio necesitaba, sí estoy seguro de que no eran pastillas para frenos, y calcular los valores de lo recibido y de lo que se iba a entregar a cambio, para que fueran más o menos aproximados y el trueque fuera exitoso y conveniente para ambas partes, no era sencillo. Tuve que esperar más o menos una hora hasta que los dos caballeros llegaron a un acuerdo, y se pudo por fin proceder a reparar mis frenos.

Mientras trabajaba el señor Fabio, pues así se llamaba el mecánico que se ocupó de mi carro, le pregunté si eso que acababa de pasar era común que ocurriera. Me dijo que sí, que los problemas con las importaciones de repuestos habían llegado a tal nivel, que desde hacía ya mucho tiempo los talleres tenían que hacer maromas y continuos trueques similares para poder prestar sus servicios. Cuando le pregunté si él creía que había alguna expectativa de que eso cambiara en el corto plazo, me vio con unos ojos similares a aquellos con los que me miraba mi profesor de matemáticas cuando era adolescente y yo le mostraba mi “despeje”, usualmente fallido, de alguna ecuación. Con una expresión que era mezcla entre condescendencia y burla, me respondió:

-¡No mi doctor! –el acento en la primera “o”- En este país lo único cierto es la incertidumbre.

Y esa es la verdad. No sólo lo perciben quienes se ocupan de los temas nacionales o los que están pendientes de las noticias diarias. El ciudadano común, el que todos los días sale de su casa sin más expectativas que la de volver vivo al hogar y la de ganarse lo necesario para subsistir, está también sumergido en la más absoluta incertidumbre. No sabemos si tenemos presidente o no, no sabemos si es cierto o no que se está recuperando, ni mucho menos por qué si tiene fuerzas para “bromear” con sus ministros, no las tiene para tranquilizar a la nación, así sea a través de un mínimo mensaje; pero tampoco sabemos si presente alguna necesidad (médica, vehicular, alimenticia, u otras) vamos a poder satisfacerla.

En los mercados y abastos, lo he visto, las personas se pelean, cuando llegan y si es que llegan, los insumos que son básicos para todos nosotros, e incluso he llegado a ver cómo nuestra proverbial y tan nefasta a veces “viveza criolla” ya ha creado unos personajes que se ocupan, por una módica suma, de ser ellos los que ante las limitaciones en las cantidades de ciertos productos que se nos imponen, “compren” un poco más de lo que tú necesitas, por ti, sólo “por si acaso” y para que te lleves más de lo que el encargado del automercado dispone para cada cliente en ese momento. Con las medicinas ocurre lo mismo, siendo esto quizás mucho más grave y delicado, y he visto ya incluso que se hacen en algunas farmacias “listas de espera”, en las que personas con necesidades reales de ciertos medicamentos, se anotan con  la esperanza de que algún batacazo de la suerte, porque certeza no hay, les permita ser llamados pronto para adquirir lo que requieren para continuar sus tratamientos.

Es entonces lapidario y en extremo veraz lo que me dijo el señor Fabio. Su inadvertido e inacabado oxímoron es nuestro pan de cada día. Acá, al menos por ahora, vivimos “la certeza de la incertidumbre”.

@HimiobSantome